Fragmento 2 Alfileres...

Soqui avanzaba a medio camino entre la mercería y la tienda por las calles que otros años empezaban a blanquearse. Venían desde Niebla con mulas grandes con los serones hasta arriba de aquellas piedras grises calcinadas en los hornos y que había que apagar y dejarlas morir. Al añadirle su justa cantidad de añil las fachadas adquirían un blanco que hería los ojos. Se procuraba que estuvieran listas para que en las fiestas del patrono en el mes de agosto relucieran con un blanco cegador. Este año la gente no había sido diligente y la mayoría de las casas no habían recibido su capa inmaculada. A ella le gustaba ir a la tienda de Socorro Picón, por lo que, a pesar de la situación que se vivía, gozaba yendo al recado porque podía disfrutar con la mezcla de olores de café, de las enormes bolas de anís, de bacalao y de la manteca colorada. 

―¿Dónde vas Soqui?

Celedonio, el hijo del que fue patrono de su padre estaba en la puerta de su bodega con una mano apoyada en el quicio de la puerta, la otra en un cuadril y con una pierna cruzada por delante de la otra en lo que parecía una pose estudiada y que a él se le antojaba una postura ideal y el sumun de la estética varonil. A Soqui le dio ganas de reírse a carcajadas, pero solo esbozó una abortada sonrisa. Celedonio se apercibió del detalle y su ánimo se encabritó, aunque intentó disimularlo. La gente lo consideraba un niñato inútil, un mequetrefe creído sin oficio ni beneficio. Su mejilla derecha estaba cruzada en diagonal por una cicatriz que su hermano, que estudiaba Derecho en la Universidad de Sevilla, le había hecho con un cristal cuando eran pequeños; pero que él, en un acto de fatua vanidad, presumía de que se la habían hecho con una navaja en una reyerta de la que había salido victorioso. Esto le daba un aspecto inquietante a su cara aniñada y pálida, de enfermo casi caquéctico, por eso había quien lo distinguía con el apodo del Escuchimizao. En el pueblo no gozaba de ninguna simpatía, ni entre su propia gente.

―No tengo que darle explicaciones.

―Todos los rojos sois iguales. Por cierto, ¿desde cuándo tienes el mes? ¿Tu sangre es más roja que las demás? Tienes un buen culo y esas tetas no están nada mal. Estás bastante buena. ¿Te has lavado? Porque los rojos sois bastante guarros. Ven para aquí.

―¡Váyase a la…

Celedonio la cogió de un brazo y la arrastró hacia dentro. Ella intentó gritar pero él le tapó la boca y cerró la puerta. Sacó una pistola que tenía sujeta con el cinturón y cubierta por una sahariana de lino de color hueso, una prenda que solía usar todos los veranos, casi como un uniforme. La cogió por el cuello y la forzó a abrir la boca y le metió el cañón dentro. Ella braceaba y se resistía, pero la presión en su garganta la asfixiaba y pronto desistió. Sin apenas aliento se abandonó y temió lo peor.

―¿Te gusta tener cosas en la boca? ¿Sí?

Le metió la mano por debajo de la falda y le bajó las bragas. Él se bajó los pantalones. Soqui estaba aterrada, pero viendo a Celedonio con los pantalones en el suelo y con su minúscula hombría avergonzada le entraron ganas de reírse. Celedonio se sintió ridículo. Cogió la pistola por el cañón y le dio a Soqui un culatazo en la cara. Esta empezó a sangrar a chorros por la nariz.

―¡Márchate puta! ¡Bastarda! Tu madre también era puta. ¿Sabes? Todas las rojas sois putas. 

―Entérate, maricón: ni mi cuerpo ni yo te deseamos. Ninguna mujer lo hará. ¡Enfermo! ¡Inútil! ¡Escuchimizao!