Fragmento 3 Alfileres
Cuando algunos milicianos de un cuartel cercano, al que los fascistas no llegaron a acertar con sus bombas se prestaron a rescatar a los heridos llegaron Rafael y Joaquín. Este último se quedó parado, mirando para un cadáver que, con las piernas flexionadas y tendido sobre el dorso, extendía sus manos como en posición de súplica. En realidad, aquello era un enorme tizón negro como el humo que aún tomaba posesión del cielo claro en aquel día de agosto.
—Esos aviones son italianos —opinó Rafael en un comentario que, después, le pareció extemporáneo y carente de la más mínima importancia.
—Son alemanes o de los nacionales —contradijo Joaquín expresando más convencimiento del que realmente se correspondía con un conocimiento cabal del asunto.
—Los nacionales no tienen apenas aviones. ¡Qué más da! Son hijoputas —zanjó Rafael.
—¡Vamos! Tenemos que ayudar —le conminó su primo.
Joaquín aún se quedó mirando aquel cadáver que poco antes habría sido una persona que trabajaría en el puerto y que tendría su mujer y sus hijos. Joaquín le dio por imaginárselo así, hasta le puso rostro.
—Pero ¿qué haces?
Empezó a caminar, pero cuando daba unos pasos se volvía para mirar. Cuando lo perdió de vista se apoyó en un poste que había quedado en pie y aún estaba caliente. Vomitó. Solo había desayunado una taza de algo que, seguramente, era una mezcla de cebada tostada y achicoria con un trozo de pan. El café escaseaba y solo algún día aparecía en el ambiente el verdadero y estimulante olor a café. Las tripas le llegaban al esófago. Hasta podía sentir sus espasmódicos latigazos golpeando su abdomen sin compasión. Se deshacía por dentro recordando aquel hombre. «¿Sería un hombre?». Ya no lo veía, pero en su cerebro quedó grabado para siempre aquel olor a carne requemada y con la apariencia de carbón mineral y el lustre brillante de la antracita.
Se escuchaban ayes. Había gente sepultada bajo los escombros. Las bombas no solo habían afectado a las instalaciones del puerto, sino a la población civil. Se dirigieron a la playa de Huelin. Una mujer caminaba desesperada con su hijo muerto en los brazos. Gritaba pidiendo ayuda. Sin rumbo. Desesperada. Joaquín no pudo más y se sentó en la arena, se tapó el rostro con las manos y comenzó a llorar. En las propias calles del barrio murió gente, gente inocente cuyo único delito era existir. «¡Un barrio obrero, cabrones!».