8 de febrero de 1937
(Ilustración de M. J. Cumbreras ©)
Llegó el toro negro de la noche
con sus astas e insidia de fuego
y nos cogió en un tortuoso camino
al que solo le vimos la espalda.
A todos nos abatían las orcas asesinas
y los buitres nos sobrevolaban
buscando la carroña de mil raleas
mientras las rocas se deshacían
sobre almas a las que devoraron el cuerpo.
Miedo y sangre en las cañaduces,
ofrendas de rojo y esqueletos,
huyendo entre el desamparo,
peor que el frío y el hambre.
Ninguna voz fue sustento,
ninguna manta dio calor.
Cada uno cargaba con su miedo,
con su hatillo de pájaros degollados
respirando aire de ceniza.
No era un camino aquello.
Era la cicatriz de una orografía
donde cayeron muchos
entre el pulso a borbotones,
entre la sangre en las cunetas.
El peso de todos los universos cenitales
cayendo sobre nosotros,
terraplenes y abismos,
tumbas de ocasión y la gente luchando
por meterse viva en los sepulcros.
Ocho de febrero de mil novecientos treinta y
siete,
esperando la muerte como liberación.
Igual nos daban playas que desfiladeros.
¡Qué importa dónde vivir el horror!
Nuestras corazas quedaron hendidas.
No hay remedio para el gemido
ni anestesia para el dolor.
Un hombre pende de un algarrobo,
tenía vértigo, miedo al abismo.
No quería perder el equilibrio
o ser prisionero de los dientes del lobo.
¿Cuánto tarda un cuerpo en ser consciente
del rugido de su vientre vacío?
¿Cuánto se tarda en ser consciente
de que te habita la nada?
El tiempo pasaba apenas movido
por un blando reloj de arena
en aquel camino de alpargatas
y despertamos con el canto de las horas
extenuados por el fuego enemigo,
claudicando sin alma y la piel renegrida.
En honor de los que corrieron en La Desbandá.
Javier Martín Betanzos ©